El vapor de agua tiene otro gran problema en todo este asunto del cambio climático. Sabemos con bastante precisión la concentración de CO2 y de metano en las atmósferas de los últimos cientos de miles de años. Sabemos cómo han ido variando a lo largo de las glaciaciones y de los interglaciares. Lo sabemos porque burbujitas de aire del pasado se pueden extraer de profundos estratos de hielo de Groenlandia y de la Antártida, encerradas allí desde que aquella nieve antigua que precipitó entonces las preservó en el hielo. Del análisis de la composición de los gases de estas burbujitas deducimos el CO2 y el metano que había entonces en la atmósfera del planeta. Pero estas burbujitas no nos dicen nada de la evolución de la concentración de vapor de agua en la atmósfera, ya que el vapor de agua no se reparte homogéneamente en la atmósfera. El frío lo condensa. En una selva tropical puede haber hasta un 4 % de vapor de agua en el aire; en el aire de la Antártida prácticamente no hay nada, igual o menos que en el desierto del Sahara.
La concentración de CO2 es prácticamente la misma en el Polo Sur, en el Congo Belga y en el desierto del Kalahari, y su concentración atmosférica ha ido evolucionando de forma muy semejante en todos esos lugares. Por eso el CO2 de una burbujita en el hielo de hace 100.000 años en la Antártida nos sirve para deducir la concentración global de CO2 que había entonces. Por el contrario, el vapor de agua que pueda haber en esa burbujita encerrada en el hielo de hace 100.000 años será ínfimo y no nos dirá nada sobre el agua que había entonces en el desierto o en el trópico.
El vapor de agua es el principal gas invernadero. Esto lo sabemos. A él le debemos que la Tierra no esté congelada. Sabemos que es y ha sido, entre los gases invernadero del aire, el principal factor de cambio de la temperatura. Pero no tenemos números. No hay datos directos, ni gráficas para publicar, epatar a la gente y montar un timo. Lo que sí ocurre en el caso del CO2 y del metano.