El ejemplo francés ... Blayais, central nuclear francesa en la desembocadura del Garona, en las proximidades de Burdeos, esperando la marejada ...
Durante mucho tiempo, la discusión sobre el cambio climático y la influencia de las emisiones de CO2 fueron cuestiones que sólo interesaban a los climatólogos. El científico sueco Svante Arrhenius, en 1896, fue el primero que calculó el posible calentamiento global, lo que según él iba a ser muy favorable para los habitantes de la Tierra.
La ideología de que el calentamiento iba, por el contrario, a ser catastrófico, hizo su entrada en el mundo político mucho más tarde. El acto fundacional —lo cuenta Claude Allègre en su libro “La impostura climática”— ocurrió cuando un geoquímico de la atmósfera, Bert Bolin, publicó durante los años 60 una serie de artículos científicos alertando de los peligros potenciales del incremento de CO2. Bolin era amigo íntimo del primer ministro sueco Olof Palme. Hacia 1973, éste quiso que se implantaran en su país veinticuatro reactores nucleares. Palme utilizó ante el público y en el parlamento sueco los argumentos de su amigo Bolin de que el CO2 era mucho más peligroso que el uranio. Los años 70 fueron los años de gloria de la energía nuclear. Pero acabaron con los terribles accidentes de Three Mile Island, en 1979, en Estados Unidos, y el de Chernóbil, Ucrania, en 1986.
Posteriormente, agotado el alarmismo creado por el “agujero de ozono “, el tema del “calentamiento global” se puso de moda en Estados Unidos y en Europa, y a lo nuclear le surgió una magnífica oportunidad de rehacerse. El lobby, impulsado especialmente por Francia y Japón, fue discreto en los primeros años, pero pronto abiertamente se presentaron como los salvadores del planeta, con el argumento simplón de que las centrales nucleares no emiten CO2. El Protocolo de Kioto, firmado en 1997 y que entró en vigor en 2005, definitivamente demonizó al CO2 , a la vez que invitó de nuevo al mundo a la energía nuclear.
Hasta que llegó el tsunami.